Suite francesa (fragmento) "Encontraba un placer perverso en privar a aquellas buenas almas del entretenimiento que se prometían al interrogarlo, porque, como los seres viles y vulgares que eran, imaginaban que sentían compasión por el prójimo, pero en realidad temblaban de malsana curiosidad, de melodrama barato. (...) Todos los que la rodeaban, la gente, su familia, sus amigos, le inspiraban sentimientos de vergüenza y furia. Los había visto en las carreteras, a ellos y a otros por el estilo, se acordaba de los coches llenos de oficiales que huían con sus preciosas maletas amarillas y sus pintarrajeadas mujeres; de los funcionarios que abandonaban sus puestos; de los políticos que, presas del pánico, dejaban un rastro de carpetas y documentos secretos a su paso; de las chicas que, después de haber llorado como convenía el día del Armisticio, ahora se consolaban con los alemanes. Y pensar que nadie lo sabrá, que alrededor de todo esto se urdirá tal maraña de mentiras que aún acabarán convirtiéndolo en una página gloriosa de la historia de Francia. Removerán cielo y tierra para sacar a la luz actos de sacrificio, de heroísmo… ¡Con lo que yo he visto, Dios mío! Puertas cerradas a las que se llamaba en vano para pedir un vaso de agua, refugiados saqueando casas… Y en todas partes, en lo más alto y lo más bajo, el caos, la cobardía, la vanidad, la ignorancia… ¡Ah, qué grandes somos!"
Otra obra inédita publicada en 2007, El ardor de la sangre , ha vuelto a situar la obra y la azarosa biografía de esta gran autora en el primer plano de la actualidad. Descubierto en el IMEC (Institut Mémoires de l’Édition Contemporaine) por los actuales biógrafos de Némirovsky, el manuscrito había permanecido perdido y olvidado entre los papeles de su editor de la época.
Todo ocurre en una tranquila villa de provincias francesa, a principios de los años treinta. Silvio, el narrador, ha dilapidado su fortuna recorriendo mundo. A los sesenta años, sin mujer ni hijos, sólo le queda esperar la muerte mientras se dedica a observar la comedia humana en este rincón de Francia donde, aparentemente, nunca sucede nada. Un día, sin embargo, una muerte trágica quiebra la placidez de esa sociedad cerrada y hierática. A partir de allí, emergen uno tras otro los secretos del pasado, hechos ocultados cuidadosamente que demuestran cómo la pasión juvenil, ese ardor de la sangre, puede trastornar el curso de la vida. Como en el juego de las cajas chinas, las confesiones se suceden hasta llegar a una última y perturbadora revelación.
El ardor de la sangre (fragmento)
"Vosotros ibais andando detrás del carro y el campesino guiaba el caballo. Entonces, como pensabais que nadie os veía, os parasteis en medio del camino y os besasteis... ¿Te acuerdas? Pero en ese momento yo saqué la cabeza de debajo de las ramas, que formaban como una casita, y grité: «¡Os he visto!» Y vosotros os echasteis a reír. ¿Te acuerdas? Y esa noche paramos en una casa muy grande donde no tenían electricidad ni apenas muebles, pero en mitad de la mesa del comedor había un enorme candelabro de cobre amarillo... Qué curioso... Había olvidado todo eso y ahora lo recuerdo. Pero puede que fuera un sueño.
-No -dijo François-. Era Coudray, donde vivía la vieja tía Cécile. Tenías sed y llorabas, así que entramos para que te diera un vaso de leche. Tu madre no quería, no recuerdo por qué; pero, como no parabas de llorar, cedió para que te callaras. Entonces tenías seis años.
-Espera... Ahora recuerdo muy bien a una señora mayor que llevaba una pañoleta amarilla sobre los hombros y a una niña de unos quince años. Entonces esa chica... ¿era su pupila? -Pues claro, tu amiga Brigitte Declos. Aunque debería decir Brigitte Ohnet, puesto que está a punto de casarse con ese chico. Colette se quedó callada y miró pensativamente por la ventanilla. -Así pues, ¿es verdad? -preguntó al cabo de unos instantes. -Sí, parece que el domingo leen las amonestaciones. -¡Ah! -murmuró Colette, y sus labios temblaron; pero, con voz firme, añadió-: Espero que sean felices. No volvió a abrir la boca hasta que François cogió el camino más largo a Maluret, que no pasaba por el Molino Nuevo. Tras unos instantes de vacilación, se inclinó hacia él y le tocó el hombro. -Por favor, papá, no creas que volver a ver el molino me resultará doloroso. Al contrario. Comprende que me fui de allí el mismo día en que enterramos a Jean, y todo estaba tan oscuro y tan triste que conservo un recuerdo lúgubre, y... y en cierto modo no es justo. No, no es justo para Jean. No puedo explicarlo, pero... Él hizo todo lo que pudo para que yo fuera feliz y amara esa casa. Me gustaría exorcizar el recuerdo -añadió bajando la voz, apurada-. Me gustaría volver a ver el río. Puede que eso me cure del miedo al agua. "
Otra de las novelas disponible en la biblioteca y publicada a título póstumo en 1957 es Los fuegos de otoño. Escrita en la primavera de 1942, al mismo tiempo que Suite francesa y pocos meses antes de la muerte de la autora, Esta obra sobrevivió milagrosamente a los estragos del nazismo, y el reciente descubrimiento de una copia de la novela con abundantes correcciones de la propia Némirovsky le confiere un valor adicional incalculable.
Argumenta las vidas comunes en la Francia afectada por las guerras, la pobreza y, especialmente, la corrupción en los sectores de poder. La novela se divide en tres partes:
- 1912-1918, época prebélica hasta la finalización de la Gran Guerra.
- 1920-1936, época entreguerras.
- 1936-1941, periodo prebélico a la Segunda Guerra Mundial hasta el momento en que finalizó la novela.
En el año 2020 ha sido publicada por la editorial Salamandra.
Los fuegos de otoño (fragmento)
"No esperó la respuesta de Thérèse. Era domingo y estaban en casa de los Brun, en el caldeado comedorcito, unos días después del entierro de Adolphe Brun, que había muerto de una embolia. Acababa de leer el periódico e iba a tomarse la humeante taza de café que le había servido Thérèse, un café que no dejaba que le compraran las mujeres, porque, según él, no tenían el olfato tan desarrollado como los hombres y eran incapaces de apreciar el bouquet de un vino, el olor de una fruta o el aroma del moka. Por ejemplo, cuando el señor Brun elegía un melón, lo cogía con delicadeza entre las manos y lo olisqueaba con una expresión casi amorosa. El señor Brun era un sibarita. El día de su muerte, aspiró el aroma del café y sonrió. Estaba un poco pálido; hacía días que no se sentía muy bien. Volvió su saludable rostro hacia Thérèse y, de pronto, abrió la boca convulsivamente una, dos veces, como un pez fuera del agua, hizo un gesto de débil protesta con la mano, como si dijera: «Pero, caballero, yo no le debo nada», suspiró, y su largo bigote se desplomó sobre su pecho. Había muerto. Thérèse estaba ordenando la ropa de su padre, arrodillada ante un gran baúl reforzado con aros de hierro, que, en los compartimentos inferiores, contenía recuerdos de su madre, fallecida tan joven: corpiños pasados de moda, vestidos de seda con brocados, bonitas, aunque modestas, prendas de lencería… Todo aquello lo habían guardado para ella. «Thérèse lo aprovechará cuando sea mayor», decía su abuela, pero ella nunca se había atrevido a hacerlo. Cerró el baúl con llave. Iría a parar al desván, donde haría compañía a la maleta de Martial, que contenía sus libros más preciados, sus manuales de medicina y los retratos de sus padres. «Tres vidas —pensó Thérèse—, tres pobres vidas que no han dejado más rastro sobre la tierra que unos libros amarillentos y unos vestidos viejos. Qué sola estoy, Dios mío… —siguió diciéndose, y miró afligida a la señora Jacquelain—. Está viuda, pero tiene un hijo; es feliz… Bernard… Vino al entierro, pero después… Vive en un mundo tan selecto, tan diferente de aquel en el que se ha criado… Tiene amantes. Renée Détang, con toda seguridad, y otras… Pero ¿qué me importa a mí eso?». Pasado un rato, la señora Pain le abrió la puerta a Bernard, pero al principio, en la penumbra del vestíbulo, no lo reconoció. —¿Por quién pregunta usted, joven? —Y, de pronto, se dio una palmada en la frente—. Pero qué tonta soy… Si es el pequeño Bernard… Entra, hijo —le dijo como en otros tiempos, cuando subía después de comer con los libros y los cuadernos bajo el brazo y decía: «Buenas tardes, señora Pain; ¿puedo hacer los deberes en su casa?»—. ¡Thérèse, es el chico de los Jacquelain! —gritó hacia el interior de la vivienda.
Luego le abrió la puerta del comedor y volvió a cerrarla tras él con suavidad, dejando a los jóvenes solos entre el sofá de cretona negra estampada con ramilletes de rosas y el retrato de Martial, colgado en la pared. Aquellos chicos… Movió la cabeza con una expresión particularmente maliciosa y, remangándose con un gesto vivo y enérgico, volvió a la cocina, desde donde oía los murmullos ahogados de los jóvenes. Thérèse estaba enamorada de aquel muchacho. Cuando él se le acercaba, tenía una mirada… La señora Pain sonrió y soltó un suspiro. «Mi pobre Thérèse… Lleva una vida tranquila, sí. Pero cuando eres joven, eso no basta. Necesitas lágrimas, pasión, amor, aventuras… Más tarde te resignas a tu modesta y apacible existencia. Entonces no le pides a Dios Nuestro Señor más que una cosa: ¡seguir! Seguir pelando verduras para el caldo día tras día, bajando a buscar la leche a la vaquería, leyendo el folletín del Petit Parisien, chupando pastillas de menta para tener el aliento fresco… Solo eso, Dios mío, pero todo el tiempo posible. Y ese es el momento que elige Dios para mandar un ángel a tu casa, que te coge y se te lleva, te guste o no, hacia la gran aventura, llena de oscuridad y de misterio… Está mal pensado —se dijo—. Bueno, ¿tendré bastantes alcaparras? Me pregunto si Thérèse conseguirá que ese chico se quede a cenar… Le costará —siguió pensando—, le costará mucho». Y es que a los hombres siempre costaba retenerlos. Tenerlos, no. Para eso bastaba con llevar falda… A un hombre siempre se lo podía tener, pero ¿retenerlo? "
Fuentes
https://mujeresbacanas.com/irene-nemirovsky-1903-1942-irene-nacio-en-kiev/ https://www.epdlp.com/escritor.php?id=6113 https://horadelrecreo.com/c-biografia/irene-nemirovsky/ https://quelibroleo.com/el-ardor-de-la-sangre https://traficantes.net/libros/los-fuegos-de-oto%C3%B1o
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