martes, 21 de octubre de 2025

EL INFINITO EN UN JUNCO: LOS CAMINOS DE ROMA ( 2ª parte )

 

El pasado 15 de octubre nos reunimos en torno a la segunda parte de El infinito en un junco, aquí Irene Vallejo nos invita a recorrer Los caminos de Roma, un territorio donde el libro se revela como un ser vivo que avanza, se transforma y sobrevive gracias a los trayectos que otros abrieron para él.

Decir caminos —como hace la autora— es subrayar que el libro no es un objeto aislado, sino un fenómeno relacional. Los libros existen porque hubo sendas que los transportaron, manos que los copiaron, voces que los leyeron, y oídos que los conservaron en la memoria.

Comenzamos hablando precisamente de esos caminos pues Roma construyó el imperio más extenso de su tiempo, y con él, una vasta red de caminos: calzadas, rutas marítimas, caravanas y correos imperiales que unían ciudades y provincias. Por esos caminos no solo viajaban mercancías o ejércitos, sino también rollos, tablillas y códices.

Pero más importantes aún fueron los caminos humanos, esa red de oficios y personas que hicieron posible la circulación del saber. Sin ellos, el libro no habría existido. Los enumero tan y como lo hace la autora:

  • Los esclavos copistas (amanuenses) copiaban a mano los textos que otros dictaban. Sus nombres casi nunca aparecen: fueron la “mano invisible del conocimiento”. Gracias a ellos se difundió la literatura y sobrevivieron las palabras de los grandes autores.
  • Los lectores esclavos (anagnóstes), por su parte, leían en voz alta a sus dueños o en los banquetes. La lectura era espectáculo, música para el oído y símbolo de estatus.
  • Los libreros (bibliopolae) dirigían talleres donde se copiaban, vendían y distribuían libros. A menudo se los acusaba de piratas o falsificadores, lo que los convierte en los antepasados de nuestros editores.
  • Bibliotecarios y archiveros custodiaban las colecciones públicas y privadas, y aunque eran guardianes del saber, también ejercían cierta censura o selección.
  • Eruditos y correctores revisaban errores de copia, comparando versiones y asegurando la pureza del texto. Vallejo los compara con los editores modernos.
  • Coleccionistas y mecenas financiaban bibliotecas privadas o públicas: su gusto y poder económico decidían qué textos merecían ser copiados y preservados.
  • Y, finalmente, mensajeros, soldados y comerciantes transportaban rollos y códices a través del Imperio: los caminos de Roma fueron las arterias por las que circuló la cultura.

De este entramado de manos, voces y pasos nace la idea más luminosa del libro: que la literatura no sobrevive por la genialidad del autor, sino gracias a una comunidad anónima de trabajadores —copistas, libreros, lectores, viajeros y custodios—, los auténticos “héroes invisibles de la memoria escrita”.

Otro tema que se merecía un espacio  en nuestra tertulia es la literatura romana porque Roma conquistó militarmente a Grecia, pero fue Grecia quien conquistó culturalmente a Roma. Los romanos reconocieron la superioridad griega y la imitaron con fervor: aprendieron su lengua, copiaron sus esculturas, su arquitectura, su teatro y su filosofía.

La literatura romana fue un acontecimiento tardío, y su primera voz poética llegó de un esclavo griego, Livio Andrónico, que tradujo al latín los versos homéricos.

Durante siglos convivieron dos literaturas paralelas:

  • una, escrita por los esclavos griegos, que componían versos para agradar a sus amos;
  • otra, en prosa, obra de los ciudadanos romanos respetables —como Cicerón o César—, que empleaban la palabra como instrumento político.

Sin embargo, Roma no tardó en crear una literatura propia, más mundana, más cercana al público. Surgió así una literatura de evasión y consumo, fruto de una clase media capaz ya de leer y escribir.

Ovidio escandalizó con su Arte de amar, un manual para seducir que le valió el exilio, abriendo el capítulo de la censura literaria en Europa. Suetonio mezcló historia y crónica amarilla en sus Vidas de los doce césares, y Petronio, con su Satiricón, retrató a una sociedad decadente con personajes inmorales y canallas.

Pero pocos fueron tan polémicos como Séneca, filósofo estoico y hombre riquísimo, que multiplicó su fortuna mediante préstamos usurarios y especulación inmobiliaria. Sus contemporáneos lo acusaron de hipocresía, y sin embargo, en sus Epístolas a Lucilio aparece una de las primeras reflexiones sobre el pacifismo.

Quintiliano, maestro y orador, elaboró un canon comparativo entre Grecia y Roma:

  • Virgilio debía ser el Homero latino,
  • Cicerón el Demóstenes romano,
  • Tito Livio el Heródoto occidental,
  • Salustio el nuevo Tucídides.

Irene Vallejo nos recuerda que Roma vivió siempre con complejo de inferioridad, pero también con gratitud. Es la primera civilización invasora que adopta la literatura del pueblo conquistado, un gesto de humildad y continuidad cultural.

En la reunión anterior, dedicada a Grecia, hablamos del papel de la mujer en esta sociedad y lo hemos hecho también en esta tertulia. Ahora que conocemos las dos culturas nos atrevemos a compararlas.

A diferencia del mundo griego, donde las mujeres quedaban recluidas en el hogar y los hombres acudían solos a los banquetes acompañados de hetairas contratadas, en Roma las mujeres asistían a cenas y tertulias, y se valoraba su inteligencia y conversación.

Los romanos querían esposas capaces de dialogar, de citar versos, de hablar de política y filosofía. Así surgieron figuras como Cornelia, madre de los Gracos, que dirigía la educación de sus hijos, o Sempronia, madre de Bruto, asesino de César, amante de la lectura tanto en latín como en griego.

Irene extiende esta reivindicación más allá de Roma: las mujeres como narradoras orales que, a lo largo de los siglos, contaron historias junto al fuego, desovillando la memoria del mundo. Fueron ellas quienes, en los márgenes de la historia, mantuvieron viva la palabra cuando los libros callaban.

“El alfabeto fue una tecnología más revolucionaria que internet”, recuerda Vallejo. Con él, el pensamiento se hizo portátil, transmisible, infinito.

La autora explica la diferencia entre el mundo del rollo —el papiro, que se desenrollaba y leía en continuidad— y el mundo del códice, el formato de páginas encuadernadas que anticipa el libro moderno. Este cambio fue una auténtica revolución silenciosa, que transformó la lectura en experiencia íntima, fragmentada y personal.

Vallejo evoca la Piedra Rosetta, descubierta por Napoleón en Egipto: una loza grabada en tres escrituras —jeroglífica, demótica y griega— que permitió descifrar el pasado egipcio. Y enlaza este hallazgo con el Proyecto Rosetta, una iniciativa moderna con sede en San Francisco que ha grabado un mismo texto en mil idiomas sobre un disco de níquel, a escala microscópica. Para Vallejo, ese esfuerzo es un acto de resistencia contra el olvido, una prolongación contemporánea de la misión del libro.

Continuamos haciendo un recorrido por el acceso de la población a los libros. En Roma, el acceso a los libros era cuestión de contactos. Si alguien quería leer una obra y no conocía al autor, podía encargársela a un amigo o a un librero. Una vez que un texto empezaba a circular, se consideraba de dominio público, y cualquiera podía copiarlo.

Hacia el siglo I a.C., aparecieron los lectores por placer, personas sin fortuna ni ambiciones políticas que leían por gusto. Las librerías eran talleres de copia por encargo: el mismo término librarius designaba tanto al copista como al librero. Así nació el comercio del libro, y con él, el hábito de leer como experiencia personal.

Muy curioso es el capítulo que Irene Vallejo dedica a las  Las bibliotecas públicas en Roma, narra la historia de los primeros templos del conocimiento. Julio César planeó construir una gran biblioteca pública, pero su asesinato frustró el proyecto. Su legado lo continuó Asinio Polión, quien fundó una biblioteca con los botines de guerra.

Aquellos espacios estaban divididos en dos secciones: una para los textos griegos y otra para los latinos. Eran edificios majestuosos, decorados con estatuas de autores y abiertos al préstamo de libros.

Más tarde, Augusto levantó dos grandes bibliotecas: una en el Monte Palatino y otra en el Pórtico de Octavia. Trajano construyó la última gran biblioteca del Imperio. A partir del siglo II, las nuevas salas de lectura se integraron en los baños públicos, fusionando cuerpo y mente, placer y conocimiento.

Gracias a las excavaciones arqueológicas sabemos que las bibliotecas romanas eran amplias estancias con armarios, mesas y sillas: verdaderos espacios de convivencia intelectual.

En el cierre del libro, Irene Vallejo nos lleva muy lejos de Roma, hasta los montes de Kentucky, donde, durante la Gran Depresión, un grupo de mujeres a caballo cargaba libros en sus alforjas para distribuirlos en escuelas rurales, centros comunitarios y hogares campesinos. Eran las bibliotecarias a caballo, herederas de los antiguos mensajeros del saber.

Gracias a ellas, los caminos de la palabra siguieron abiertos.

Durante nuestra lectura hemos descubierto también la importancia de los títulos a la hora de comercializar una novela, la misma autora nos cuenta como surge la idea para dar forma al título de su novela cuando una tarde se preguntó: 

“¿Qué es lo más maravilloso de los libros?”

Entonces pensó en lo infinito de nuestras ideas, pasiones y emociones, que pueden caber en algo tan pequeño, manejable y frágil como el corazón de un junco, con cuyas tiras se fabricaron los primeros papiros.

Así nació El infinito en un junco: un título que condensa la paradoja de los libros —su fragilidad y su poder, su pequeñez material y su grandeza infinita—.

Un homenaje a todos los caminos que recorrieron, y a los que aún seguimos trazando cada vez que abrimos uno.