El pasado 15 de octubre nos reunimos en torno a la segunda parte de El infinito en un junco, aquí Irene Vallejo nos invita a recorrer Los caminos de Roma, un territorio
donde el libro se revela como un ser vivo que avanza, se transforma y sobrevive
gracias a los trayectos que otros abrieron para él.
Decir caminos —como hace la autora— es subrayar que el libro no es un
objeto aislado, sino un fenómeno relacional. Los libros existen porque
hubo sendas que los transportaron, manos que los copiaron, voces que los
leyeron, y oídos que los conservaron en la memoria.
Comenzamos hablando precisamente de esos caminos pues Roma construyó el imperio más extenso de su
tiempo, y con él, una vasta red de caminos: calzadas, rutas marítimas,
caravanas y correos imperiales que unían ciudades y provincias. Por esos
caminos no solo viajaban mercancías o ejércitos, sino también rollos,
tablillas y códices.
Pero más importantes aún fueron los caminos
humanos, esa red de oficios y personas que hicieron posible la circulación
del saber. Sin ellos, el libro no habría existido. Los enumero tan y como lo hace la autora:
- Los
esclavos copistas (amanuenses) copiaban a mano los textos que otros
dictaban. Sus nombres casi nunca aparecen: fueron la “mano invisible del
conocimiento”. Gracias a ellos se difundió la literatura y sobrevivieron
las palabras de los grandes autores.
- Los
lectores esclavos (anagnóstes), por su parte, leían en voz alta a sus
dueños o en los banquetes. La lectura era espectáculo, música para el oído
y símbolo de estatus.
- Los
libreros (bibliopolae) dirigían talleres donde se copiaban,
vendían y distribuían libros. A menudo se los acusaba de piratas o
falsificadores, lo que los convierte en los antepasados de nuestros
editores.
- Bibliotecarios
y archiveros custodiaban las colecciones públicas y
privadas, y aunque eran guardianes del saber, también ejercían cierta
censura o selección.
- Eruditos
y correctores revisaban errores de copia, comparando
versiones y asegurando la pureza del texto. Vallejo los compara con los
editores modernos.
- Coleccionistas
y mecenas financiaban bibliotecas privadas o
públicas: su gusto y poder económico decidían qué textos merecían ser
copiados y preservados.
- Y,
finalmente, mensajeros, soldados y comerciantes transportaban
rollos y códices a través del Imperio: los caminos de Roma fueron las
arterias por las que circuló la cultura.
De este entramado de manos, voces y pasos nace la idea más luminosa del libro: que la literatura no sobrevive por la genialidad del autor, sino gracias a una comunidad anónima de trabajadores —copistas, libreros, lectores, viajeros y custodios—, los auténticos “héroes invisibles de la memoria escrita”.
Otro tema que se merecía un espacio en nuestra tertulia es la literatura romana porque Roma conquistó militarmente a Grecia, pero fue
Grecia quien conquistó culturalmente a Roma. Los romanos reconocieron la
superioridad griega y la imitaron con fervor: aprendieron su lengua, copiaron
sus esculturas, su arquitectura, su teatro y su filosofía.
La literatura romana fue un acontecimiento
tardío, y su primera voz poética llegó de un esclavo griego, Livio
Andrónico, que tradujo al latín los versos homéricos.
Durante siglos convivieron dos literaturas
paralelas:
- una,
escrita por los esclavos griegos, que componían versos para agradar a sus
amos;
- otra, en
prosa, obra de los ciudadanos romanos respetables —como Cicerón o César—,
que empleaban la palabra como instrumento político.
Sin embargo, Roma no tardó en crear una
literatura propia, más mundana, más cercana al público. Surgió así una literatura
de evasión y consumo, fruto de una clase media capaz ya de leer y escribir.
Ovidio escandalizó con su Arte de amar, un
manual para seducir que le valió el exilio, abriendo el capítulo de la censura
literaria en Europa. Suetonio mezcló historia y crónica amarilla en
sus Vidas de los doce césares, y Petronio, con su Satiricón,
retrató a una sociedad decadente con personajes inmorales y canallas.
Pero pocos fueron tan polémicos como Séneca,
filósofo estoico y hombre riquísimo, que multiplicó su fortuna mediante
préstamos usurarios y especulación inmobiliaria. Sus contemporáneos lo acusaron
de hipocresía, y sin embargo, en sus Epístolas a Lucilio aparece una de
las primeras reflexiones sobre el pacifismo.
Quintiliano, maestro y orador, elaboró un
canon comparativo entre Grecia y Roma:
- Virgilio
debía ser el Homero latino,
- Cicerón
el Demóstenes romano,
- Tito
Livio el Heródoto occidental,
- Salustio
el nuevo Tucídides.
Irene Vallejo nos recuerda que Roma vivió siempre con complejo de
inferioridad, pero también con gratitud. Es la primera civilización
invasora que adopta la literatura del pueblo conquistado, un gesto de
humildad y continuidad cultural.
En la reunión anterior, dedicada a Grecia, hablamos del papel de la mujer en esta sociedad y lo hemos hecho también en esta tertulia. Ahora que conocemos las dos culturas nos atrevemos a compararlas.
A diferencia del mundo griego, donde las mujeres
quedaban recluidas en el hogar y los hombres acudían solos a los banquetes
acompañados de hetairas contratadas, en Roma las mujeres asistían a cenas y
tertulias, y se valoraba su inteligencia y conversación.
Los romanos querían esposas capaces de dialogar,
de citar versos, de hablar de política y filosofía. Así surgieron figuras como Cornelia,
madre de los Gracos, que dirigía la educación de sus hijos, o Sempronia,
madre de Bruto, asesino de César, amante de la lectura tanto en latín como en
griego.
Irene extiende esta reivindicación más allá de Roma: las mujeres como narradoras orales que, a lo largo de los siglos, contaron historias junto al fuego, desovillando la memoria del mundo. Fueron ellas quienes, en los márgenes de la historia, mantuvieron viva la palabra cuando los libros callaban.
“El alfabeto fue una tecnología más
revolucionaria que internet”, recuerda Vallejo. Con él, el pensamiento se hizo
portátil, transmisible, infinito.
La autora explica la diferencia entre el mundo
del rollo —el papiro, que se desenrollaba y leía en continuidad— y el mundo
del códice, el formato de páginas encuadernadas que anticipa el libro
moderno. Este cambio fue una auténtica revolución silenciosa, que
transformó la lectura en experiencia íntima, fragmentada y personal.
Vallejo evoca la Piedra Rosetta, descubierta por Napoleón en Egipto: una loza grabada en tres escrituras —jeroglífica, demótica y griega— que permitió descifrar el pasado egipcio. Y enlaza este hallazgo con el Proyecto Rosetta, una iniciativa moderna con sede en San Francisco que ha grabado un mismo texto en mil idiomas sobre un disco de níquel, a escala microscópica. Para Vallejo, ese esfuerzo es un acto de resistencia contra el olvido, una prolongación contemporánea de la misión del libro.
Continuamos haciendo un recorrido por el acceso de la población a los libros. En Roma, el acceso a los libros era cuestión
de contactos. Si alguien quería leer una obra y no conocía al autor, podía
encargársela a un amigo o a un librero. Una vez que un texto empezaba a
circular, se consideraba de dominio público, y cualquiera podía
copiarlo.
Hacia el siglo I a.C., aparecieron los lectores por placer, personas sin fortuna ni ambiciones políticas que leían por gusto. Las librerías eran talleres de copia por encargo: el mismo término librarius designaba tanto al copista como al librero. Así nació el comercio del libro, y con él, el hábito de leer como experiencia personal.
Muy curioso es el capítulo que Irene Vallejo dedica a las Las bibliotecas públicas en Roma, narra la historia de los primeros templos del conocimiento. Julio César
planeó construir una gran biblioteca pública, pero su asesinato frustró el
proyecto. Su legado lo continuó Asinio Polión, quien fundó una
biblioteca con los botines de guerra.
Aquellos espacios estaban divididos en dos
secciones: una para los textos griegos y otra para los latinos. Eran edificios
majestuosos, decorados con estatuas de autores y abiertos al préstamo de
libros.
Más tarde, Augusto levantó dos grandes
bibliotecas: una en el Monte Palatino y otra en el Pórtico de Octavia. Trajano
construyó la última gran biblioteca del Imperio. A partir del siglo II, las
nuevas salas de lectura se integraron en los baños públicos, fusionando
cuerpo y mente, placer y conocimiento.
Gracias a las excavaciones arqueológicas sabemos que las bibliotecas romanas eran amplias estancias con armarios, mesas y sillas: verdaderos espacios de convivencia intelectual.
En el cierre del libro, Irene Vallejo nos lleva
muy lejos de Roma, hasta los montes de Kentucky, donde, durante la Gran
Depresión, un grupo de mujeres a caballo cargaba libros en sus alforjas para
distribuirlos en escuelas rurales, centros comunitarios y hogares campesinos.
Eran las bibliotecarias a caballo, herederas de los antiguos mensajeros
del saber.
Gracias a ellas, los caminos de la palabra
siguieron abiertos.
Durante nuestra lectura hemos descubierto también la importancia de los títulos a la hora de comercializar una novela, la misma autora nos cuenta como surge la idea para dar forma al título de su novela cuando una tarde se preguntó:
“¿Qué es lo más maravilloso de los libros?”
Entonces pensó en lo infinito de nuestras ideas,
pasiones y emociones, que pueden caber en algo tan pequeño, manejable y frágil
como el corazón de un junco, con cuyas tiras se fabricaron los primeros
papiros.
Así nació El infinito en un junco: un
título que condensa la paradoja de los libros —su fragilidad y su poder, su
pequeñez material y su grandeza infinita—.
Un homenaje a todos los caminos que recorrieron,
y a los que aún seguimos trazando cada vez que abrimos uno.