Un título sugerente para esta época estival que narra la historia de Aleksy un afamado y desequilibrado artista plástico a quien su psiquiatra le recomienda escribir sobre el último verano que pasó con su madre, para solucionar un persistente bloqueo creativo.
Arrastrado por los recuerdos, Aleksy relata una niñez miserable marcada por la pérdida de una hermana, el abandono del padre y su internamiento en un centro psiquiátrico, donde brilla un odio áspero y profundo por su madre, que se transformará gradualmente en dependencia y en una especie de amor disfuncional, cuando la madre le confiese que posiblemente ese será el último verano que pasen juntos.
Una novela diferente que no tiene una lectura lineal y que está construida como un puzle con recursos narrativos que rompen el orden cronológico de la historia y de cuyos personajes secundarios los descubres con breves retazos. Esta original e impactante novela ha hecho las delicias del Club de lectura de la biblioteca por varios motivos: primero por la preciosa portada y edición que ha hecho la editorial Impedimenta ; segundo por la prosa tan cuidada y poética de la escritora moldava Tatiana Tibuleac; tercero la buena traducción de Marian Ochoa de Eribe pues no es fácil encontrar profesionales en lenguas menos usuales como el rumano; en cuarto lugar por la historia, aunque triste, y el tema que trata: las relaciones maternofiliales; en quinto lugar por la estructura de la novela en setenta y seis capítulos de muy corta extensión, algunos de ellos no ocupan más de una línea.
Dicen que la función más importante del primer capítulo de un libro es suscitar la curiosidad del lector y Tatiana Tibuleac con este inicio impactante lo consigue:
Aquella mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueve años. Era bajita y gorda, tonta y fea. Era la madre más inútil que haya existido jamás. Yo la miraba desde la ventana mientras ella esperaba junto a la puerta de la escuela como una pordiosera. La habría matado con medio pensamiento. Junto a mí, silenciosos y asustados, desfilaban los padres. Un triste hatajo de perlas falsas y corbatas baratas, venido a recoger a sus hijos defectuosos, escondidos de los ojos de la gente. Al menos ellos se habían tomado la molestia de subir. A mi madre yo le importaba un pimiento, al igual que el hecho de que hubiera conseguido terminar unos estudios.
Dejé que sufriera casi una hora; observé que al principio se mostraba irritada, caminaba arriba y abajo a lo largo de la valla, luego se quedó inmóvil, a punto de echarse a llorar, como alguien con quien se hubiera cometido una injusticia. Tampoco entonces bajé. Pegué la cara al cristal y permanecí así, contemplándola, hasta que salieron todos los chicos: incluso Mars, con su silla de ruedas, incluso los huérfanos, a los que tras la puerta esperaban drogas y los hospicios. Jim, mi mejor amigo, me saludó con la mano y gritó que no me suicidara en verano. Estaba con sus padres, que lo habrían vendido por sus órganos en un abrir y cerrar de ojos si no les hubieran importado los comentarios de la gente...
Dice Tatiana Tîbuleac en una entrevista que, en Rumanía, hablar mal de una madre es una blasfemia. La madre como cuerpo sacro, como génesis religiosa de la vida, es la causa primordial de profanación de las páginas iniciales de esta primera novela de la autora. Pero las palabras de este loco adolescente que ha declarado la guerra a su madre, por unas causas que iréis descubriendo, van a ir cambiando de matices como si de una obra de arte se tratara. Donde hay oscuridad y tenebrismo se van a ir abriendo claros de luz donde se despliega la maravillosa prosa poética de la escritora.
Detrás de la tercera colina salió el sol. Amarillo, redondo, inevitable, como la bombilla de un hospital orientada a los ojos. Nos detuvimos ambos en medio del sendero y lo miramos largo rato, como si fuera la primera vez, pensando rápidamente un deseo. Eso es lo que nos había enseñado la abuela a los tres: cuando vemos que sale la luna o el sol, hay que desear algo con toda tu alma porque se va a cumplir, se cumple sin falta. La abuela, ciega y sola como estaba, lo sabía todo sobre los deseos.
A veces, cuando pienso en la muerte y me pregunto qué pasa con las personas después, a continuación, al final… los recuerdos son mi respuesta. El paraíso —para mí al menos— significaría vivir una y otra vez aquellos pocos días como si fuera la primera vez. Y que Dios o algún ángel menos ocupado mantuvieran mis ficheros en repeat. Siempre he sabido que voy a ir al cielo porque pido poco y no necesito que nadie me atienda.
Me pasaría todo este post reseñando los innumerables párrafos que he seleccionado pero para no cansaros mucho y, además estoy segura que con o sin ellos la novela os ha creado expectación, termino con esta frase haciendo alusión al título del libro.
Los ojos de mi madre eran las ventanas de un submarino de esmeralda.